viernes, 28 de junio de 2019

¿Dónde estoy? de Daniel C. Dennett

Os dejo por aquí un interesantísimo relato de ciencia ficción del filósofo estadounidense Dan Dennett. Como la cabra tira al monte, el relato está plagado de referencias a elementos de Filosofía de la Mente. No es de extrañar, dado que probablemente el propósito principal del relato era sacar las conclusiones filosóficas pertinentes a este experimento mental. Lo que en un principio no era más que un experimento mental más entre los muchos que nos lega la Filosofía analítica, simplemente con estirar de la cuerda se convierte en este relato de ciencia ficción con tintes alla Phillip K. Dick o Black Mirror.



Ahora que he ganado el juicio gracias a la Ley de Libertad de Información, me siento capaz de revelar por primera vez un curioso episodio de mi vida que podría ser de interés no sólo a aquellos relacionados con la investigación en filosofía de la mente, inteligencia artificial o neurociencia, sino también al público en general.
Hace varios años unos oficiales del Pentágono se pusieron en contacto conmigo para preguntarme si me interesaría presentarme voluntario a una misión tan peligrosa como secreta. En colaboración con la NASA y Howard Hughes, el Departamento de Defensa estaba invirtiendo miles de millones en el desarrollo de la Tuneladora Supersónica Subterránea, o TSS. Ésta debía abrir un túnel a través del núcleo de la tierra a gran velocidad y colocar una cabeza nuclear especialmente diseñada «justo bajo los silos de misiles de los Rojos», tal como lo expresó uno de los mandamases del Pentágono.
El problema era que en una de las pruebas preliminares habían conseguido alojar una ojiva nuclear un kilómetro debajo de Tulsa, Oklahoma, y querían que yo la recuperara para ellos.
­­—¿Por qué yo? —pregunté.

Pues bien, mi misión implicaba el uso pionero de algunas aplicaciones de estudios actuales sobre el cerebro y ellos habían oído de mi interés en el cerebro y, por supuesto, sobre mi curiosidad faustiana, gran coraje y demás. Así que, ¿cómo podía negarme? El problema que había traído al Pentágono a mi puerta era que el dispositivo que me pedían que recuperara era extremadamente radioactivo, de una manera jamás vista. De acuerdo con los instrumentos de monitoreo, algo en la naturaleza del dispositivo y en su interacción con las vetas de materiales enterrados en las profundidades de la Tierra producía una radiación que podía causar anormalidades en determinados tejidos del cerebro. No había manera de proteger el cerebro de esos rayos mortales, que eran aparentemente inofensivos para el resto de tejidos y órganos corporales. Así, se decidió que la persona enviada a recuperar el dispositivo debía dejar su cerebro atrás. Sería conservado en un lugar seguro dónde podría seguir llevando a cabo sus funciones habituales a través de complejos radioenlaces. ¿Iba yo a someterme a una intervención quirúrgica que extraería por completo mi cerebro y lo ubicaría en un sistema de soporte vital en el Manned Spacecraft Center de Houston? Dado que estaría seccionada, cada vía de entrada y salida del cerebro sería reestablecida mediante un par de radiotransmisores microminiaturizados: uno acoplado de manera precisa en mi cerebro y el otro a cada terminación nerviosa descabezada de mi cráneo ya vacío. No habría pérdida de información alguna, toda conexión sería preservada. Al principio recelé. ¿Funcionaría de verdad? Los neurocirujanos de Houston trataron de animarme:
—Tómeselo —me dijeron—  como un estiramiento de los nervios. Si su cerebro se desplazase un par de centímetros dentro de su cráneo eso no alteraría ni perjudicaría su mente. Lo que vamos a hacer es, simplemente, hacer infinitamente elásticos sus nervios empalmándolos mediante radioconexiones.
Me enseñaron el laboratorio de soporte vital de Houston y la flamante cubeta donde alojarían mi cerebro, siempre que yo aceptase. Me presentaron al numeroso equipo técnico formado por brillantes neurólogos, hematólogos, biofísicos e ingenieros eléctricos, y tras varios días de discusiones y demostraciones decidí darle una oportunidad. Me sometieron a un enorme despliegue de análisis de sangre, escáneres cerebrales, experimentos, entrevistas y cosas por el estilo. Se tomaron su tiempo en tomar notas de mi autobiografía, registrando hasta la extenuación mis deseos, mis esperanzas, miedos y gustos. Incluso me preguntaron por mis discos favoritos y me dieron una sesión de choque de psicoanálisis.
Finalmente, el día de la operación llegó y, obviamente, fui anestesiado, por lo que no recuerdo nada de la misma. Cuando desperté, abrí los ojos, miré alrededor e hice la inevitable, clásica y lamentablemente estereotipada pregunta propia de un postoperatorio:
—¿Dónde estoy?
La enfermera me sonrió:
—Está usted en Houston —dijo, y llegué a la conclusión de que probablemente debía estar en lo cierto, al menos en cierto modo.
Me acercó un espejo. Tal y como esperaba, ahí estaban las minúsculas antenas sobresaliendo de sus puertos de titanio engarzados en mi cráneo.
—Imagino que la operación ha sido un éxito —supuse—. Quiero ver mi cerebro.
Me llevaron —todavía estaba un poco aturdido e inseguro— a través de un largo pasillo hasta el laboratorio de soporte vital. Recibí una ovación de los miembros del equipo técnico ahí congregados que correspondí con lo que esperaba fuese un saludo desenfadado. Aún un poco mareado, me acompañaron a la cubeta de soporte vital. Miré a través del cristal. Ahí, flotando en lo que parecía ginger ale, estaba lo que sin lugar a duda era un cerebro humano, sólo que casi por completo cubierto de chips de circuito integrado, túbulos de plástico, electrodos y demás parafernalia.
—¿De verdad es el mío? —inquirí.
—Apriete el interruptor del transmisor de salida, el que está a un lado de la cubeta, y compruébelo usted mismo —respondió el director del proyecto.
Moví al interruptor hacia off y me desplomé, tambaleándome y nauseado, hacia los brazos de los técnicos, uno de los cuales pulsó de nuevo el interruptor hacia la posición on. Mientras recuperaba el equilibrio y la compostura, pensé:
«Vaya, aquí estoy: sentado en una silla plegable, mirando a través de un trozo de plexiglás mi propio cerebro… Espera un segundo…» me dije, «¿no debería haber pensado: “aquí estoy, suspendido en un líquido espumoso, siendo observado por mis propios ojos”?».
Traté de entender este último pensamiento. Traté de proyectarlo hacia el tanque, ofreciéndoselo esperanzado a mi cerebro. Sin embargo, fui incapaz de hacerlo con convicción alguna.
Lo intenté de nuevo:
«Aquí estoy yo, Daniel Dennett, suspendido en un líquido espumoso, siendo observado por mis propios ojos».
No, no funcionaba. Era extremadamente desconcertante y confuso. Siendo un filósofo de firmes convicciones fisicalistas[1], creía con determinación que mis pensamientos se asentaban en algún lugar de mi cerebro y, sin embargo, al pensar «aquí estoy», ese pensamiento se asentaba aquí, fuera de la cubeta, donde yo, Dennett, estaba de pie mirando mi cerebro.
Traté y traté de pensarme a mí mismo dentro de la cubeta, pero no había manera. Intenté conseguirlo mediante ejercicios mentales. Pensé para mí mismo «el sol está brillando ahí fuera», cinco veces seguidas, imaginándome que en cada una de ellas estaba en un sitio distinto: la esquina del laboratorio iluminada por la luz del sol, la puerta de entrada del hospital, Houston, Marte y Júpiter. Me di cuenta de que me costaba muy poco llevar mis «ahí» saltando a través de la carta estelar sin perder la referencia. Podía lanzar un «ahí» en un instante hacia los más recónditos lugares del espacio, y luego dirigir el siguiente «ahí» con minuciosa precisión hacia el cuadrante superior izquierdo de un lunar de mi brazo. ¿Por qué me costaba tanto con «aquí»? «Aquí en Houston» todavía funcionaba bien, y también «aquí en el laboratorio», incluso «aquí en este rincón de la sala», pero «aquí en la cubeta» nunca sonaba bien. Lo intenté con los ojos cerrados. Pensé que eso ayudaría, pero tampoco lo conseguía, excepto quizás por un breve instante. No podía estar seguro. Descubrir que no podía estar seguro todavía me inquietó más. ¿Cómo podía saber dónde me refería con «aquí» cuando pensaba «aquí»? ¿Acaso podría ser que pensase que me refería a un sitio cuando, en realidad, me refería a otro? No entendía como se podría aceptar eso sin desanudar los escasos lazos que unen a una persona con su propia vida mental que habían sobrevivido a los ataques de neurocientíficos, neurofilósofos, fisicalistas y conductistas. Quizás simplemente no pudiese saber dónde me refería cuando decía «aquí». Pero en mis actuales circunstancias parecía que o bien estaba condenado por la mera fuerza del hábito a pensar sistemáticamente pensamientos indéxicamente[2] falsos o, por el contrario, el lugar donde se encuentra una persona (y, en consecuencia, donde sus pensamientos se ubican, si lo analizamos semánticamente) no es necesariamente donde su cerebro, el asentamiento físico de su «alma», se encuentre. Acosado por las dudas, traté de orientarme a mí mismo apoyándome en una de las estrategias favoritas de los filósofos. Empecé a ponerle nombre a cosas.
«Yorick»[3], dije en voz alta a mi cerebro, «tú eres mi cerebro. Al resto de mi cuerpo, sentado en esta silla, lo llamaré “Hamlet”». Y ya estamos todos: Yorick es mi cerebro, Hamlet mi cuerpo, y yo soy Dennett. Y ahora, ¿dónde estoy? Y cuando pienso «¿dónde estoy?», ¿dónde se asienta ese pensamiento? ¿Se asienta en mi cerebro, eso que holgazanea en la cubeta? ¿O entre mis orejas, donde parece que se asienta? ¿O en ningún lugar? Sus coordenadas temporales no me dan ningún problema, ¿igual es que no debe tener coordenadas espaciales? Empecé a hacer una lista de las posibles alternativas:
1.       Donde va Hamlet va Dennett. Este principio era fácilmente desmontable mediante los típicos experimentos mentales de trasplantes de cerebro de los que tanto disfrutan los filósofos. Si Tom y Dick intercambian sus cerebros, Tom es el tipo que lleva el antiguo cuerpo de Dick. Si se lo preguntas, te dirá que él es Tom y te explicará los más íntimos detalles de su autobiografía. Estaba claro, pues, que mi cuerpo actual y yo podríamos partir vías, pero no parecía probable que yo pudiera ser separado de mi cerebro. La regla general que emergía de manera tan evidente del experimento mental era que, en una operación de trasplante de cerebro, uno preferiría ser el donante, no el receptor. En realidad, más valdría llamar trasplante de cuerpo a una operación así. Así que quizás la verdad era que,
2.       Donde va Yorick va Dennett. Lo que no era muy atractivo, por otro lado. ¿Cómo podría yo estar en la cubeta y no estar a punto de ir a ninguna parte, cuando de manera tan obvia yo estaba fuera de la cubeta, mirándola y empezando a pensar en volver a mi habitación para comerme un menú completo? Me di cuenta de que eso llevaba de nuevo a la misma pregunta, pero me parecía que estaba empezando a llegar a un punto importante. Apoyándome en mi intuición llegué a un argumento de tipo jurídico que quizás habría gustado a Locke.
Imaginemos, me dije a mí mismo, que quisiese viajar a California, atracar un banco y ser arrestado. ¿En qué estado sería procesado? ¿En California, donde se produjo el atraco? ¿O en Texas, donde el cerebro del atracador se halla? ¿Sería un criminal de California con el cerebro fuera de ese estado? ¿O un criminal de Texas que controla a distancia a una especie de cómplice en California? Parecería posible tratar de defenderme apelando a la imposibilidad de determinar esa cuestión jurisdiccional pero bien podría ser considerado un delito interestatal y, en consecuencia, federal. En todo caso, supongamos que me condenan. ¿Sería probable que California se contentase con enviar a Hamlet al calabozo sabiendo que Yorick está relajadamente bañándose en Texas? ¿Encarcelaría Texas a Yorick dejando que Hamlet tomase si quisiese el siguiente barco a Brasil? Esta posibilidad me atrajo. Dejando de lado la pena de muerte y otras sanciones crueles e inusuales, el estado estaría obligado a mantener el sistema de soporte vital de Yorick aunque lo trasladaran de Houston a la cárcel de Leavenworth y, dejando de lado las molestias que eso me podría causarme, yo, por ejemplo, no encontraría ningún problema y me consideraría un hombre libre bajo esas circunstancias. Si lo que el estado persigue es reubicar a la gente en centros penitenciarios, no conseguiría reubicarme a en ningún centro por mucho que metiese a Yorick en uno. Si esto fuese cierto, sugeriría una tercera posibilidad.
3.       Dennett está dondequiera que crea que está. Generalizando, la afirmación funciona así: en cualquier tiempo dado una persona tiene un punto de vista y la localización de ese punto de vista (que está determinado internamente por el contenido del mismo) es también la localización de la persona.
No es que esa proposición sea la panacea, pero me parece un paso en la dirección correcta. El problema es que parece colocarnos en una situación de «si sale cara yo gano, si sale cruz tú pierdes», de insólita infalibilidad respecto a la ubicación. ¿Acaso de vez en cuando no me he equivocado con respecto a dónde estaba y, como mínimo igual de a menudo, he estado inseguro al respecto? ¿No puede perderse uno? Por supuesto, pero perderse geográficamente no es la única manera que tiene uno de perderse. Si alguien se perdiera en el bosque al menos podría consolarse con la seguridad de que sabe dónde está: se halla aquí en los tan familiares alrededores de su propio cuerpo. Quizás, en ese caso, tal persona no prestaría mucha atención a esa certeza como para estarle agradecido. Sin embargo, se pueden imaginar casos peores, y no estaba muy seguro de no encontrarme yo precisamente en uno de ellos.
El punto de vista sin duda tiene algo que ver con la localización personal, pero en sí misma ésta no es una noción muy clara. Me parecía obvio que el contenido del punto de vista de alguien no es lo mismo que el contenido de sus pensamientos o creencias, ni tampoco está determinado por ellos. Por ejemplo, ¿qué podríamos decir sobre el punto de vista de un espectador de IMAX que chilla y se retuerce en su asiento mientras la imagen 3D de una montaña rusa sobrepasa su capacidad de distanciarse psicológicamente? ¿Ha olvidado que está sentado a salvo en su sillón? Aquí me inclino a decir que lo que esa persona está experimentando es un desplazamiento ilusorio de su punto de vista. En otros casos, mi propensión a decir que esos cambios de punto de vista son ilusorios es más débil. Los trabajadores de laboratorios y centrales que manejan materiales peligrosos a través de brazos y manos robóticos experimentan un cambio en su punto de vista más nítido y pronunciado que el que IMAX puede provocar. Esta gente siente el peso y lo resbaladizos que son los contenedores que manipulan con sus dedos metálicos. Saben perfectamente bien dónde están, esa experiencia no los lleva a creer cosas falsas, y sin embargo es como si estuvieran dentro de la cámara de aislamiento que están mirando. Con algo de esfuerzo mental consiguen cambiar su punto de vista de dentro afuera, como si hicieran cambiar la orientación de un cubo de Necker transparente o de un dibujo de Escher. Parecería extravagante decir que al llevar a cabo esta gimnasia mental se están trasladando a sí mismos de dentro afuera.
Aún así, su ejemplo me dio ánimos. Si, en contra de mi intuición, estuviese realmente dentro de la cubeta sería capaz de entrenarme a mí mismo para adoptar ese punto de vista, aunque fuese a base de práctica. Podría habitar en las imágenes de mí mismo flotando cómodamente en la cubeta, lanzando deseos y voluntades a ese familiar cuerpo de ahí fuera. Llegué a la consideración de que la facilidad o dificultad de llevarlo a cabo sería presumiblemente independiente de la localización real del cerebro. Si hubiese estado practicando antes de la operación igual lo consideraría ya una segunda naturaleza. Usted mismo podría tratar de experimentar un trampantojo así. Imagine que ha escrito una carta incendiaria que ha sido publicada por el Times, cuyo resultado es que el gobierno decide confiscar su cerebro por un periodo de prueba de tres años en su Clínica de Cerebros Peligrosos en Bethesda, Maryland. A su cuerpo, por supuesto, se le permite ganarse un sueldo y producir ingresos por los que cobrarle impuestos. En este preciso momento, por ejemplo, su cuerpo está sentado en un auditorio, escuchando cómo Daniel Dennett explica una peculiar historia parecida a la suya. Inténtelo. Piénsese a sí mismo en Bethesda y entonces remóntese hasta su cuerpo, muy lejos, y sin embargo aparentemente tan cerca. Es gracias al dominio a larga distancia que puede controlar el impulso que hace que sus manos aplaudan educadamente antes de dirigir su propio cuerpo hacia el baño y hacia una merecida copa de jerez en el lounge. Este reto a la imaginación es ciertamente difícil, pero conseguirlo puede llegar a ser reconfortante.
En fin, ahí estaba, en Houston, perdido en mis pensamientos por así decirlo, pero no por mucho tiempo. Mis especulaciones fueron pronto interrumpidas por los médicos de Houston: querían examinar mi nuevo sistema nervioso protésico antes de enviarme a mi arriesgada misión. Como ya dije antes, estaba un poco mareado al principio, lo que tampoco era sorprendente, pero pronto me hube habituado a mis nuevas circunstancias (que eran, después de todo, casi imposibles de distinguir de mis antiguas circunstancias). Con todo mi alojamiento no era perfecto y a día de hoy sigo asediado por pequeños problemas de coordinación. La velocidad de la luz es rápida, pero finita, y, a medida que mi cerebro y mi cuerpo se distancian más y más, el delicado equilibrio de mis sistemas de retroalimentación se desajusta debido a los breves retrasos temporales. Igual que alguien, por ejemplo, se queda casi mudo al oír su voz brevemente retrasada mientras habla, yo soy prácticamente incapaz de seguir la trayectoria de un objeto con mis ojos siempre que mi cuerpo y cerebro estén alejados más de unos cuantos kilómetros. En la mayoría de casos mi deficiencia es casi indetectable, pero ya no puedo batear una bola lenta con la maestría de antaño. Pero no todo es malo, por supuesto. El licor sabe igual de bien que siempre y calienta mi garganta mientras corroe mi hígado, pero ahora puedo beber tanto como quiera sin mostrar el más mínimo signo de embriaguez; un rasgo que algunos de mis amigos pueden haber detectado (a pesar de que de vez en cuando finjo estar ebrio, para no llamar la atención hacia mis inusuales circunstancias). Por razones similares, me tomo una aspirina si me tuerzo una muñeca, pero si el dolor persiste llamo a Houston para que me administren codeína in vitro. Cuando estoy enfermo las facturas de teléfono pueden llegar a ser asombrosas.
Pero volvamos a mi aventura. Después de analizarme detenidamente, tanto los doctores como yo creíamos que ya estaba listo para tomar parte en mi misión subterránea. Así que dejé mi cerebro en Houston y tomé un helicóptero hacia Tulsa. Al menos eso es lo que me parecía. Así es como yo lo diría, a botepronto. Durante el viaje reflexioné un poco más acerca de mis preocupaciones anteriores y decidí que mis especulaciones postoperatorias previas habían sido teñidas por el pánico. La cuestión no era tan extraña o metafísica como había estado suponiendo. ¿Dónde estaba? En dos sitios, claramente: tanto dentro de la cubeta como fuera de ella. Igual que alguien puede pisar con un pie Connecticut y con el otro Rhode Island, yo estaba en dos sitios a la vez. Yo era uno de esos individuos dispersos de los que antes tanto se hablaba. Cuanto más consideraba esta respuesta, más obviamente cierta me parecía. Pero, por extraño que parezca, cuanto más cierta se me aparecía, menos importante me parecía la pregunta a la que aparentemente respondía. Un triste destino, pero no sin precedentes, para una pregunta filosófica. La respuesta no me satisfacía del todo, claro. Todavía merodeaba una cuestión para la que me habría gustado encontrar alguna solución, una cuestión que no era «¿dónde están mis varias y diversas partes?» ni tampoco «¿cuál es mi actual punto de vista?». O al menos me parecía que existía esa cuestión. Pues me parecía innegable que en cierto modo era yo y no simplemente la mayor parte de mí quien empezaba a descender bajo la tierra sobre la que se asienta Tulsa en busca de una cabeza nuclear.
Cuando encontré la ojiva sin duda agradecí haber dejado mi cerebro atrás, pues el puntero del especialmente diseñado contador Geiger que me había traído conmigo se salía de los gráficos. Llamé a Houston con mi radio ordinaria y le expliqué al centro de mando mi posición y mis progresos. A cambio, me dieron instrucciones para desmontar el dispositivo, basándose en mis observaciones in situ. Tenía preparado ya el soplete cuando de repente ocurrió algo terrible. Me quedé completamente sordo. Al principio pensé que sólo se me habían roto los radioauriculares, pero cuando me golpeé el casco no escuché nada. Por lo visto, los transmisores auditivos se habían estropeado. Ya no podía oír a Houston ni tampoco mi propia voz, pero podía hablar, así que empecé a explicarles lo que me había pasado. A mitad de frase, me di cuenta de que algo más estaba yendo mal. Mis órganos fonadores se habían quedado paralizados. A continuación, mi mano derecha se quedó flácida —adiós a otro transmisor—. Estaba en serio peligro. Pero lo peor todavía estaba por llegar. Unos minutos después me quedé ciego. Maldecí mi suerte y luego maldije a los científicos que me habían llevado a ese peligro mortal. Ahí estaba, sordo, mudo y ciego, en un zulo radioactivo a más de un kilómetro por debajo de Tulsa. Entonces el último de mis radioenlaces cerebrales se rompió y súbitamente me enfrenté a un nuevo problema todavía más estremecedor: mientras que un instante antes estaba enterrado vivo en Oklahoma, ahora estaba, incorpóreo, en Houston. No reconocí mi nuevo estado de inmediato. Me llevó varios y muy tensos minutos darme cuenta de que mi pobre cuerpo yacía a varios cientos de kilómetros de distancia, con su corazón latiendo y sus pulmones respirando, pero por otro lado tan muerto como el cuerpo de cualquier donante en un trasplante de corazón, con su cráneo equipado con mecanismos rotos e inútiles. El cambio de perspectiva que antes había creído casi imposible ahora me parecía bastante natural. A pesar de que era capaz de pensarme de nuevo en mi cuerpo del túnel bajo Tulsa, me llevó algo de esfuerzo mantener esa ilusión. Pues era sin duda una ilusión suponer que estaba todavía en Oklahoma: había perdido todo contacto con mi cuerpo.
Se me ocurrió entonces, con una de esas revelaciones de las que uno debería sospechar, que había tropezado con una impresionante demostración de la inmaterialidad del alma basada en principios y premisas fisicalistas. Pues, ¿acaso no me había desplazado a la velocidad de la luz desde Tulsa a Houston al desvanecerse la señal de radio entre Tulsa y Houston? ¿Y no había conseguido todo eso sin ningún incremento de masa?[4] Lo que se había desplazado desde A hasta B a tal velocidad era sin duda yo mismo, o en todo caso mi alma o mente —el centro sin masa de mi ser y hogar de mi conciencia—. Mi punto de vista se había quedado un poco rezagado, pero me había dado cuenta del comportamiento indirecto del punto de vista respecto a la ubicación personal. No podía imaginar cómo un filósofo fisicalista podría lidiar con algo así sin tomar la nefasta y nada intuitiva decisión de dejar de hablar de personas. Con todo, la mera noción de personeidad está tan consolidada en la visión del mundo de todos, o eso me parecía a mí, que negarla sería tan curiosamente inconvincente y sistemáticamente insincero como la negación cartesiana “no existo”.
El regocijo de mi descubrimiento filosófico me meció durante esos horribles minutos o quizás horas hasta que la impotencia y la desesperación de mi situación se me empezaron a hacer más aparentes. Oleadas de pánico e incluso nausea me inundaron y se hicieron todavía más horribles en ausencia de la fenomenología corporal que las acompaña. Ni rastro de descarga de adrenalina alguna, ni escalofríos en los brazos, ni el latir de mi corazón o la típica salivación premonitoria. Sí sentí como se me encogían las tripas, y eso me llevó a pensar por un momento que estaba sufriendo una inversión del proceso que me había llevado hasta ahí: una recorporización gradual. Pero lo aislado y lo único de esa punzada no tardaron en convencerme de que se trataba simplemente la avanzadilla de una plaga de alucinaciones sobre miembros fantasma que yo, de igual modo que cualquier otra persona que haya sufrido una amputación, estaba a punto de sufrir.
En ese momento estaba de los nervios. Por una parte, mi descubrimiento filosófico me entusiasmaba y me hacía devanarme los sesos —una de las pocas cosas que todavía podía hacer— intentando descifrar cómo comunicar mi descubrimiento a las revistas. Por otro lado, estaba amargado, aislado y con tanto miedo como incertidumbre. Afortunadamente, esto no duró mucho, pues los técnicos del equipo de soporte me sedaron induciéndome un sueño profundo del cual desperté oyendo con increíble fidelidad la apertura de uno de mis tríos para piano favoritos de Brahms. ¡Así que para eso querían una lista de mis discos favoritos! No me llevó mucho tiempo darme cuenta de que estaba escuchando la música sin oídos. Debían estar introduciendo directamente en mi nervio auditivo los datos que salían de la aguja del tocadiscos. Me estaban inyectando directamente a Brahms, una sensación inolvidable para cualquier melómano. Al acabar la grabación no me sorprendió escuchar la tranquilizadora voz del director del proyecto hablando al micrófono que debía ser ahora mi oreja protésica. Me confirmó el análisis que yo había hecho sobre lo que había ido mal y me aseguró que se estaba avanzando en la tarea de recorporizarme. No desarrolló demasiado, y después de unas cuantas canciones más, me encontré vagando hacia el sueño. El sueño duró, por lo que después supe, buena parte del año, y cuando desperté me encontré con mis sentidos completamente restaurados. Cuando me miré en el espejo, sin embargo, me sorprendí al ver una cara que no me era familiar. Con barba y algo más hinchada, algo parecida a mi cara anterior y con la misma mirada de inteligencia pilla y carácter resoluto, pero sin duda una cara nueva. Algunas pruebas de naturaleza íntima no me dejaron lugar a duda de que se trataba de un cuerpo nuevo, y el director del proyecto confirmó mis conclusiones. No me dio más información acerca de la historia pasada por mi nuevo cuerpo y decidí (sabiamente, pienso ahora) no pedirla. Como muchos filósofos ajenos a mi dura experiencia han especulado, la adquisición de un cuerpo nuevo deja a la persona intacta. Y después de un periodo de aclimatación a mi nueva voz, nuevas fortalezas y debilidades musculares, etc., la personalidad es, en general, preservada. Se han observado cambios de personalidad más dramáticos en personas que se han sometido a cirugías plásticas extensivas, por no hablar de las operaciones de cambio de sexo, y no dudo de que nadie disputa la supervivencia de la persona en esos casos. De todos modos, rápidamente me aclimaté a mi nuevo cuerpo, hasta llegar al punto de no ser capaz de rememorar mis características previas. Lo que veía en el espejo pronto se convirtió en algo completamente familiar. Esa visión, por cierto, todavía constaba de antenas, así que no me sorprendí cuando me explicaron que mi cerebro no había sido trasladado de su refugio en el laboratorio de soporte vital.
Decidí que el viejo Yorick bien merecía una visita. Mi nuevo cuerpo, a quien podríamos llamar Fortinbras, y yo nos dirigimos al ya familiar laboratorio para recibir una nueva ronda de aplausos de los técnicos que, por supuesto, se estaban felicitando a sí mismos, no a mí. De nuevo me planté delante de la cubeta y contemplé al pobre Yorick, y por un extraño capricho apagué descuidadamente el interruptor del transmisor de salida. Imaginad mi sorpresa cuando nada raro sucedió. Ni desvanecimiento, ni náusea, ni ningún cambio reseñable. Un técnico se acercó rápidamente a encender de nuevo el interruptor, pero tampoco sentí nada. Reclamé una explicación, que el director del proyecto se apresuró a darme. Parece ser que, antes incluso de operarme por primera vez, habían construido un duplicado de mi cerebro en un ordenador, reproduciendo por completo tanto mi estructura de procesamiento de información como la velocidad computacional de mi cerebro en un gigantesco programa de ordenador. Después de la operación, pero antes de que se atrevieran a llevarme en mi misión a Oklahoma, habían ejecutado el programa y Yorick en paralelo. Las señales que salían de Hamlet se llevaban simultáneamente a los transmisores de Yorick y a la matriz de entrada de datos del ordenador. Y los outputs de Yorick no eran únicamente llevados de vuelta a Hamlet, mi cuerpo; eran registrados y contrastados con los outputs simultáneos del programa de ordenador, al que llamaban «Hubert» por razones que no conozco. A lo largo de los días e incluso semanas, los outputs eran idénticos y sincrónicos, lo que, por supuesto, no prueba que consiguieran copiar fielmente la estructura funcional de mi cerebro, pero el apoyo empírico era ciertamente alentador.
Los inputs de Hubert, y por ende su actividad, habían ido en paralelo con los de Yorick durante el tiempo que pasé sin cuerpo. Y ahora, para demostrarlo, habían apretado el interruptor maestro que cedía por primera vez a Hubert el control en línea de mi cuerpo —no de Hamlet, claro, sino de Fortinbras. (Hamlet, supe más tarde, nunca fue recuperado de su tumba subterránea y para entonces se podía dar por hecho que había vuelto al polvo. A la cabeza de mi sepultura todavía yacía el gigantesco volumen de aparatos abandonados, con «TSS» grabado a un lado en letras enormes —una circunstancia que podría proporcionar a los arqueólogos de los siglos venideros un curioso punto de vista sobre los rituales de enterramiento de sus ancestros—).
Los técnicos del laboratorio me enseñaron entonces el interruptor maestro, que tenía dos posiciones, etiquetadas C, por Cerebro (no sabían que el nombre de mi cerebro era Yorick) y H, por Hubert. El interruptor estaba sin duda en H, y me explicaron que si lo deseaba podía cambiarlo de vuelta a C. Con el corazón en un puño (y mi cerebro en su cubeta), lo hice. No sucedió nada. Un clic, eso fue todo. Para comprobar que lo que me habían dicho era verdad, y con el interruptor maestro hacia C, apagué el transmisor de salida de la cubeta de Yorick y, esta vez sí, empecé a desmayarme. Una vez que el interruptor del transmisor fue encendido de nuevo y me hube repuesto de mis nervios, por así decirlo, continué jugando con el interruptor maestro, dirigiéndolo de un lado a otro. Descubrí que, más allá del clic transicional, no podía detectar ninguna diferencia. Podía cambiarlo de posición a mitad de frase y la oración que había empezado a decir bajo el control de Yorick era finalizada sin pausa ni traba alguna bajo el control de Hubert. Tenía un cerebro dividido, un dispositivo protésico que podría venirme muy bien en caso de que algún día le sucediese algún infortunio a Yorick. O, alternativamente, podría tener a Yorick de repuesto y utilizar a Hubert. No parecía haber ninguna diferencia entre una elección u otra, pues el deterioro por el uso y la fatiga de mi cuerpo no tenían ningún efecto debilitante en ninguno de los dos cerebros, ya fuesen el responsable de los movimientos de mi cuerpo o el que estuviese simplemente derramando sus outputs en el vacío.
El único aspecto descorazonador del nuevo desarrollo de los acontecimientos era la perspectiva, que no tardé en tener en cuenta, de que alguien desconectara el cerebro de repuesto —Hubert o Yorick, el que fuese— de Fortinbras y lo conectase a un nuevo cuerpo —un recién llegado Rosencratz o Guildenstern—. Entonces (y no antes) sí habría dos personas, eso estaba claro. Una sería yo, y la otra sería una especie de hermano super-gemelo. Si había dos cuerpos, uno bajo control de Hubert y el otro controlado por Yorick, entonces ¿cuál reconocería el mundo como el verdadero Dennett? Y, más allá de lo que el resto del mundo creyera, ¿cuál sería yo? ¿Sería yo el conectado al cerebro Yorick, en virtud de la prioridad causal de Yorick y de su antigua relación íntima con el cuerpo original de Dennett, Hamlet? Parecía un poco jurídico, con demasiado aroma a la arbitrariedad de la consanguinidad y la posesión legal como para ser convincente a nivel metafísico. Pues, suponga que antes de la llegada del segundo cuerpo a escena, hubiese estado guardando a Yorick como repuesto durante años y dejando que Hubert controlara mi cuerpo —es decir, Fortinbras— todo este tiempo. La pareja Hubert-Fortinbras sería por derecho de ocupación (para enfrentar una intuición jurídica con otra) el verdadero Dennett y el heredero legítimo de todo lo que era Dennett. Era una cuestión interesante, sin duda, pero no tan urgente como otra cuestión que me preocupaba. Mi intuición más fuerte era que en aquel caso yo sobreviviría mientras cualquier pareja cerebro-cuerpo permaneciera intacta, pero tenía sentimientos encontrados acerca de si querría que ambas sobrevivieran.
Discutí mis preocupaciones con los técnicos y con el director del proyecto. Les expliqué que la perspectiva de dos Dennetts me parecía aberrante, más que nada por razones sociales. No quería ser mi propio rival por el afecto de mi mujer, ni me gustaba la perspectiva de tener dos Dennetts compartiendo mi modesto sueldo de profesor. Todavía más vertiginosa y desagradable era la idea de conocer tanto acerca de otra persona, a la que le pasaría lo mismo conmigo. ¿Cómo podríamos enfrentarnos el uno al otro? Mis compañeros de laboratorio argumentaron que estaba olvidándome del lado bueno de la historia. ¿Acaso no tenía cosas que deseaba hacer pero que, siendo una persona, no podía llevar a cabo? En la nueva situación un Dennett podría quedarse en casa y ser el profesor y hombre de familia mientras el otro podría embarcarse en una vida de viajes y aventuras —añorando a la familia, claro, pero feliz sabiendo que el otro Dennett estaría manteniendo la chimenea encendida—. Podría ser fiel y adúltero a la vez. Incluso podría ponerme los cuernos a mí mismo —por no hablar de otras posibilidades más obscenas que mis compañeros no tardaron en imponer a mi ya saturada imaginación—. Pero mi experiencia en Oklahoma (¿o fue en Houston?) me había hecho menos aventurero y rechacé la oportunidad que se me estaba ofreciendo (de la que nunca estuve del todo seguro de ser yo el primero al que se la ofrecían).
Había todavía otra perspectiva aún más desagradable: que el repuesto —Hubert o Yorick, el que fuese— fuera separado de cualquier input por parte de Fortinbras y dejado desconectado. En ese caso, como en cualquiera de los otros, habría dos Dennetts, o al menos dos reclamantes de mi nombre y posesiones, uno con Fortinbras como cuerpo y el otro triste y miserablemente descorporizado. Tanto el egoísmo como el altruismo hacían que quisiese evitar que algo así pasase. Así que demandé que se tomaran medidas para evitar que nadie pudiera tocar el interruptor maestro sin mi (¿nuestro? No, mi) conocimiento y consentimiento. Dado que no tenía deseo alguno de pasarme la vida vigilando el equipo en Houston, se decidió mutuamente que todas las conexiones electrónicas del laboratorio fuesen celosamente cerradas bajo llave. Tanto aquello que controlase el equipo de soporte vital de Yorick como lo que controlase el suministro de energía de Hubert sería vigilado por dispositivos a prueba de fallos, y yo tendría el único interruptor maestro, equipado con radiocontrol remoto, que llevaría siempre conmigo. Lo llevo atado a mi muñeca y —espera un segundo…— aquí está. Cada unos cuantos meses hago un reconocimiento de la situación intercambiando los canales. Lo hago sólo en presencia de amigos, por supuesto, pues si el otro canal estuviese, esperemos que nunca suceda, vacío u ocupado, tendría que haber alguien que tuviera mis intereses en cuenta y lo reconectase, para traerme de vuelta desde la nada. Pues, aunque sería capaz de sentir, ver, escuchar y notar cualquier cosa que padeciese mi cuerpo, como resultado del cambio de canal, sería incapaz de controlarlo. Por cierto, las dos posiciones están sin etiquetar a propósito, para así no tener ni la mas ligera idea de si estoy cambiando de Hubert a Yorick o viceversa. (Algunos podrían pensar que dada esta situación yo no sé realmente quién soy, no digamos dónde estoy. Pero esas reflexiones ya no hacen mella en mi Dennettidad esencial, en mi propio sentido de quién soy. Si fuese cierto que en algún sentido no sé quién soy, esa sería otra verdad filosófica decepcionantemente poco importante.)
En cualquier caso, ninguna de las veces que he cambiado la posición del interruptor, hasta hoy, ha sucedido nada. Así que intentémoslo…
—¡GRACIAS A DIOS! ¡PENSÉ QUE NUNCA PULSARÍAS ESE INTERRUPTOR! No te puedes imaginar como de horribles han sido estas últimas dos semanas —pero ahora lo sabes, ahora te toca a ti pasar un rato en el purgatorio. ¡Cómo he esperado este momento! Verás, hace como unas dos semanas —discúlpenme, damas y caballeros, pero debo explicarle todo esto a mi… mmm… hermano, por llamarlo de alguna manera, que ya les ha explicado los hechos, de modo que supongo que ya entienden a quién me refiero— hace como unas dos semanas la sincronización de nuestros dos cerebros se descalibró minúsculamente. No tengo más idea que tú sobre si mi cerebro es ahora Hubert o Yorick, pero en todo caso, los dos cerebros partieron vías y una vez iniciado el proceso, aumentó exponencialmente, pues yo estaba en un estado receptivo ínfimamente diferente durante un input que ambos recibimos, una diferencia que rápidamente se magnificó. De inmediato, la ilusión de que yo controlaba mi cuerpo —nuestro cuerpo— se desvaneció por completo. No había nada que pudiera hacer: ninguna manera de llamarte. ¡NI SIQUIERA SABÍAS QUE YO EXISTÍA! Ha sido como ser llevado en una maleta o, mejor dicho, como estar poseído: oír mi propia voz diciendo cosas que yo no quería decir, ver con frustración cómo mis propias manos llevaban a cabo tareas que no controlaba. Tú rascabas donde nos picaba, pero no como yo lo habría hecho, o me mantenías despierto revolviéndote y girándote. He estado extenuado, al borde de un ataque de nervios, siendo conducido impotentemente por las actividades que llevabas a cabo frenéticamente, sostenido únicamente por el hecho de saber que algún día apretarías el interruptor.
»Ahora te toca a ti, pero al menos tu tendrás el consuelo de saber que yo sé que estás ahí. Como una mujer embarazada, ahora como —o en todo caso, saboreo, huelo y veo— por dos, e intentaré hacértelo llevadero. No te preocupes. Tan pronto como este coloquio acabe, tú y yo volaremos a Houston y veremos qué podemos hacer para conseguir a uno de nosotros otro cuerpo. Puedes tener un cuerpo de mujer o del color que quieras. Lo pensaremos detenidamente. Te diré más: para ser justos, si los dos queremos este cuerpo te prometo que permitiré que el director del proyecto lance una moneda para decidir cuál de los dos se lo queda y cuál debe escoger un nuevo cuerpo. Eso sería lo justo, ¿no? De todos modos, cuidaré de ti, te lo prometo. Los lectores son mis testigos.
»Damas y caballeros, esta conferencia que todos hemos leído no es exactamente la que yo habría dado, pero les aseguro que todo lo que ha dicho es perfectamente cierto. Y ahora, si me disculpan, creo que me vendría —nos vendría— bien descansar un rato.


[1] El fisicalismo es una doctrina filosófica sobre la naturaleza de la realidad que defiende que todo aquello que existe es exclusivamente físico —ya sea materia o energía—. Aplicado a la filosofía de la mente se la considera contraria al dualismo: la idea de que hay dos sustancias opuestas —mente (o alma) y cuerpo—. (N. del T.)
[2] En lingüística y filosofía del lenguaje el adjetivo indéxico refiere al fenómeno por el cual un signo señala, está dirigido o indexa hacia otro objeto dentro de un contexto determinado. Por ejemplo: el signo «Isaac Newton» indexa hacia la persona que descubrió la ley de la gravitación universal. (N. del T.)
[3] Yorick es el nombre del propietario de la calavera a la que el príncipe Hamlet se dirige al pronunciar su célebre «¿ser o no ser?» en la obra de Shakespeare. Todos los nombres que Dennett usa al denominar cosas en este texto provienen de personajes de Hamlet. (N. del T.)
[4] Se refiere Dennett con esto a una de las consecuencias de la famosa ecuación de Einstein e=mc2: al acercarse un cuerpo a la velocidad de la luz su masa se incrementa de manera proporcional a la energía necesaria para producir tal aceleración. Su corolario es que ningún cuerpo con masa —los fotones no la tienen— puede alcanzar la velocidad de la luz, c, y que por lo tanto la velocidad de la luz es un imposible para el ser humano. (N. del T.)

1 comentario:

  1. Brutal!!! No sé si lo he entendido todo pero el confinamiento ya ha dado de sí.
    No sé si el experimento que planea será posible algún día, pero si lo es... vaya dilemas.
    ¿Alguien tiene más libros o relatos de este señor?

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