Desde tiempos antiguos, la humanidad ha intentado imponer un orden al caos que la rodea. Para ello, ha inventado mitos, religiones, normas, y sobre todo, ha creado dicotomías: luz y oscuridad, bien y mal. Esta necesidad de dividir el mundo en opuestos nos da una falsa sensación de control, como si al nombrar las cosas pudiéramos dominarlas. Pero ¿y si todo esto no fuera más que un espejismo?
Hablar del bien y del mal es como hablar de hadas o monstruos debajo de la cama: historias que nos cuentan para hacernos aceptar una verdad incómoda, pero que no tienen ningún fundamento real. Nos han enseñado a distinguir entre lo que “está bien” y lo que “está mal” como si se tratara de hechos objetivos, como si fueran leyes de la naturaleza. Pero eso es una ilusión. No hay ninguna realidad detrás de estos conceptos, solo opinión, costumbre y miedo.
Lo que llamamos ética es, en el fondo, una construcción frágil. No existe regla moral que no haya sido quebrantada, ninguna norma que no haya sido puesta en duda. Algunos dicen que matar es malo, pero lo justifican en tiempos de guerra. Algunos condenan la mentira, pero viven de verdades a medias. Si todo depende del contexto, ¿para qué sirve hablar de valores universales?
Aquí es donde entra en juego la idea de la voluntad de poder, como la entendía Nietzsche: la vida no busca sentido moral, busca expansión, afirmación, dominio. La moral tradicional muchas veces sirve para contener, para limitar esa voluntad. Al rechazar las categorías de bien y mal, no estamos negando toda forma de vida, sino abriendo espacio a una ética más profunda: la de la autenticidad, la creación de valores propios, la afirmación del individuo que no pide permiso para ser.
La verdad es que el bien y el mal no existen: son nombres vacíos que usamos para juzgar lo que nos gusta o lo que tememos. Son etiquetas que proyectamos sobre acciones o personas, sin detenernos a pensar que quizás lo que llamamos “mal” solo desafía lo establecido, y lo que llamamos “bien” nos resulta cómodo.
Esta visión puede parecer incómoda, pero también tiene un enorme potencial liberador. Si la moral no es más que una ficción útil, entonces no hay necesidad de seguir esperando instrucciones desde arriba. La vida no viene con un mapa: somos nosotros, y solo nosotros, quienes decidimos hacia dónde vamos. Y en ese vértigo de libertad, puede que encontremos algo más auténtico que cualquier mandamiento: el coraje de inventar un sentido propio.
lunes, 14 de abril de 2025
Crítica a la sinrazón ética
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